“EL PAYASO FELIZ”

Por Juan Diego Sánchez Cortijos.

Había una vez un circo, pero no un circo cualquiera, sino el circo más grande del mundo. Tenía seis pistas diferentes, en cada una de las cuales se presentaba un espectáculo sin igual. Cada vez que comenzaba uno de ellos, todas las luces se concentraban en una pista y al acabar se apagaban, encendiéndose de nuevo en la  siguiente. Algunos números del circo precisaban tres o cuatro pistas a la vez y entonces la función era grandiosa. Los niños de todas partes querían visitarlo. Además, como era tan espacioso y el precio de la entrada era muy barato, cuando llegaba a cualquier ciudad, casi todo el mundo pasaba por él.

En este circo vivían todo tipo de artistas y animales. Eran familias enteras que dedicaban su vida a viajar por el  planeta, juntos, compartiendo la experiencia de conocer nuevos lugares, a veces muy remotos, y nuevas gentes. Era una vida intensa.

Entre tanta gente que vivía allá, hallábamos a los “siete hermanos voladores”, los cuales eran los hijos, seis hombres y una mujer, de los famosos trapecistas Frank y Helena Kepler, que les enseñaron todos sus trucos y habilidades desde bien pequeños. Ellos realmente volaban…Trazaban piruetas imposibles en el aire, parecían pájaros.

También estaba el Gran Mago Rostor, que había aprendido sus trucos en su juventud, cuando se refugió de la vida en unas montañas que hay al este de China, en un sitio especial donde viven personas que dedican su vida a estudiar los fenómenos misteriosos del Universo.

Entre sus trucos más famosos tenía uno que consistía en hacer desaparecer una persona del público, directamente de su butaca, a los ojos de todos, sin apagar la luz ni cosas por el estilo. Después lo hacía reaparecer en cuestión de segundos en medio de la pista. Nadie se explicaba como podía hacerlo y ¡mucho menos la misma persona que hacia esfumarse!

El domador de leones (y otras fieras) era tan, pero tan feo, que cualquier león o tigre, tan solo de mirarlo, escondía su cola entre las piernas.

La encantadora de serpientes, tenía una que debía de ser de los ofidios más grandes nunca vistos. Tan larga como un edificio de tres plantas, y una boca tan enorme, que podía comerse un caballo de un solo bocado, ¡lentamente, claro está! Y ella, con su sonrisa fácil, les susurraba algo al oído y aquellas bestias se movían como ella quería.

Los equilibristas, el comedor de fuego, el faquir, la lanzadora de cuchillos, las amazonas que montaban potros saltando a un lado y otro mientras corrían… y muchos otros artistas.

Y también, cómo no, estaban los payasos ¿Dónde iba a haber un circo sin payasos? Tenían  de todos los tipos, pululando por todas partes: en las pistas, entre los corredores de las butacas, colgando de cuerdas del techo de lona del circo… Entre todos ellos había uno, el cual era muy especial para nosotros, pues es el personaje principal de esta historia.

Se llamaba Juan Feliz y aunque su trabajo y su nombre podrían hacer pensar a cualquiera que era la persona más feliz del mundo, en realidad no era así.

Era la persona más triste que nadie pueda conocer. Cuando trabajaba, era el payaso llorón, ese que siempre gimotea por todo. Pero no le costaba mucho hacer ese papel, pues siempre estaba apenado. Cuando trabajaba y cuando no lo hacía.

Su corazón hacía tanto tiempo que no conocía la alegría, que ya ni se acordaba de si había reído alguna vez y en realidad, ya ni le importaba. Su cara estaba tan seria, que cuando comía, las mandíbulas le dolían de tan tiesas que estaban.

Por eso se hizo payaso, porque pensó que por lo menos, ya que no podía ser feliz, si podía disfrazarse, pintarse una sonrisa en su cara, y así se podría acercar a las personas.

Porque en realidad estaba muy solo, era la persona más solitaria el mundo. Y como todos sabemos, cualquiera de nosotros necesitamos a los demás, la compañía de nuestros amigos, la colaboración con la gente, y también nos gusta estar con las personas que estimamos.

Y Juan Feliz, en esto era igual que todos, pero cuando se acercaba a alguien, al estar tan serio y triste, con aquella mirada acuosa y caída, la verdad es que el rechazo es lo que solía encontrar.

Pero todo cambió en su vida cuando entró a trabajar en el circo. Entonces sí que se podía acercar a la gente. Las personas se reían de su tristeza, porque pensaban que era de broma y le decían cosas. Así no se sentía tan solo.

Hasta sus compañeros, pues ellos siempre le veían disfrazado y no sabían la cara que tenía en realidad. Lo único que pensaban de él era que se tomaba su trabajo tan en serio que no perdía el papel cuando dejaba de trabajar. El siempre llegaba ya maquillado a la función.

Pero un día, un gran desastre aconteció en la vida de Juan.

Después de la sesión de la tarde, se le acerco nuestra amiga, la encantadora de serpientes, que por cierto era muy atractiva y se llamaba Sara, que quiere decir princesa.

– Juan, espera, no te vayas. Quiero decirte algo.

Juan siempre salía corriendo después de la función, para que sus compañeros no le vieran sin su disfraz.

– ¡Ah!, hola Sara. Has estado muy bien en la función de hoy. ¡No sé como te atreves a poner tu cara dentro de la boca de esa serpiente tan grande!

– ¡Oh!, no te preocupes mucho; Pirsi (que así le llamaba a la serpiente), es muy dócil y me quiere mucho. Nunca me haría daño. Bueno, te quería decir que hoy es mi cumpleaños y para celebrarlo vamos ha hacer una fiesta en el hotel, esta noche. ¿Quieres venir?

En ese momento a Juan se la cayó el mundo a sus pies.

¡Ir a una fiesta! llena de gente, riendo y pasándoselo bien, mientras él no podía ni siquiera sonreír.

– ¡Ay! Cuánto lo siento Sara- contestó Juan-  pero esta noche no puedo. Tengo que hacer muchas cosas y no podré venir. Pero te deseo muchas felicidades en tu cumpleaños.

Entonces, Sara, que en realidad estaba muy intrigada por este extraño payaso, sintió como si una aguja fina se le clavaba en el corazón. Sus ojos verdes se le humedecieron y se quedó en silencio, muy quieta, mirándole.

Juan, que si bien no sabía ser feliz, si había aprendido a ver y sentir la tristeza en los demás, se compadeció y sin recapacitarlo le dijo:

– Bueno, pero si lo pienso mejor, puedo dejar todas esas cosas para mañana. Está bien, sí, iré.

A Sara le desapareció en el instante la molestia del pecho y una brisa de aire fresco le iluminó la cara.

– Que bien, ¡perfecto! Así podremos conocernos un poca más. Se puntual, es a las diez.

Y se alejo tarareando una canción feliz.

Ella era una persona espontánea y emocional. No le costaba nada pasar del llanto a la alegría, pero eso Juan no lo sabía.

“Bueno, ahora si que la he hecho buena”, pensó Juan.

Estuvo muy nervioso y preocupado toda la tarde. Para vestirse se tuvo que hacer el nudo de la corbata cinco veces y aún no le quedó bien del todo.

Por fin llegó la hora, y cogiendo aire en un arranque de decisión, salió en dirección a la fiesta.

– Dios mío, ahora sí que sabrán quien soy en realidad. Lo serio y triste que estoy. Me rechazarán, ya no podré volver al circo, estaré solo otra vez…- se decía a sí mismo.

A cada momento, a medida que caminaba, en cada paso, estaba más desesperado.

Y en un momento de gran desolación, exclamó:

– Dios mío, Dios mío, si existes, si estás ahí, ayúdame, por favor, necesito ayuda…

En ese instante, una señora que venía por el otro lado de la esquina del callejón por el que iba caminando, tropezó con él.

– Perdone, disculpas- balbuceó Juan- es que no sé por donde iba…

– No te preocupes, Juan. Yo si que sabía por donde iba – contestó ella.

Juan se quedo muy intrigado, y con un poco de miedo. ¿De qué le conocía esta persona?

– Si, no te extrañes, acabas de pedir ayuda y yo he venido a ayudarte- dijo ella.

– Pero, pero… ¿Eres Dios? – preguntó, espantado.

– No- rió la señora- soy un hada- dijo, de la manera más natural.

– Va, venga, las hadas no existen. ¿Cómo vas ha existir? Eso son cuentos para niños y yo hace tiempo que deje de serlo.

– Pero no puedes negar que estás hablando conmigo, ¿verdad?

– Cierto – dijo Juan – pero eres simplemente una mujer.

– Claro – dijo el hada, riendo-  soy una mujer… hada.

Juan empezó a reír, de la situación. Entonces se dio cuenta del milagro

¡Había reído!

Entonces se puso serio en seguida, como si le hubieran visto cometiendo alguna falta, y dijo:

– Pero ¡que acaba de pasar! He reído. ¿Cómo, que ha pasado?

– He venido a  ayudarte y una parte muy profunda de ti mismo lo ha sabido antes que tú – le explicaba a Juan, señalándole en medio de su pecho – Por eso has reído.

Pero no es suficiente. Tu corazón está tan dolido, hace tanto tiempo que no lo escuchas, que ya se ha vuelto a cerrar. Para que se vuelva a abrir del todo, has de hacer un viaje, muy especial.

– ¿A dónde tengo que ir? No podré, me están esperando… – de repente se sintió débil, como si tuviera miedo.

– No te preocupes – contestó el hada – que esperen. Además, no has de ir muy lejos, de hecho es aquí mismo en donde ha de empezar y acabará este viaje.

Juan, al escuchar el tono dulce del hada y sentir su amor hacia él, se tranquilizó.

– Ya verás. Cierra los ojos y dame la mano. Respira hondo dos o tres veces.

Juan sintió la calidez de su mano, respiro tres veces lenta y profundamente, con los ojos cerrados, curiosamente confiado.

– Ahora- dijo el hada- imagina un paisaje que no has visto nunca. Es un paisaje que creas con tu imaginación. En él hay árboles, bosques, prados de hierba verde. En la hierba crecen pequeñas flores de colores variados: rojas, amarillas, azules…Hacia un lado de este paisaje, hay un río que viene bajando de las montañas altas que se ven a lo lejos. El río es como una fina serpiente de plata, en la que hay pequeñas cascadas de agua, sobre las que parece que van bajando pequeñas estrellas luminosas. Son el reflejo del sol que ilumina este paisaje. Disfruta del paisaje que has creado. Obsérvalo con tranquilidad. El color de la sombra de los árboles, pequeñas mariposas que revolotean, algún pájaro juguetón…

Y ahora imagínate a ti mismo en este momento, en este paisaje, tranquilo, sereno…

Juan se estaba dejando llevar en su imaginación por las palabras del hada y la verdad es que se encontraba muy a gusto ahí, en medio de la calle, cuando de repente, en ese justo instante sintió como si estuviera en medio del mar y una poderosa ola le zarandeara arrebatándole su posición, haciéndolo girar y perdiendo la sensación del equilibrio.

Abrió lo ojos, y estaba realmente allí, en lo que estaba imaginando. Ya no estaba en la esquina donde tropezó con ella, sino que los dos se hallaban en aquel paisaje tan especial.

Juan se sintió de repente profundamente relajado. Se sentía bien. Todo era muy raro pero él, no sabía por qué, se sentía de lo más natural.

– Ahora deja que venga aquí  una persona, que ha sido o es muy importante para ti, del presente o del pasado. Atráela con tu recuerdo.

Entonces delante de Juan, en el paisaje, apareció una figura lejana que venía caminado por la orilla del río, en dirección hacia él. Cuando se fue acercando, Juan no podía creer lo que estaba viendo. Era su abuela, que murió cuando él tenía catorce años.

Le miraba directamente a lo ojos, con aquella mirada dulce que siempre le dedicaba.

Entonces, no pudo evitarlo. De repente sintió una energía dulce y poderosa en medio de su pecho, como una oleada de emoción, que empezó a crecer y no pudo parar.

Y lloró. Lloró y lloró, mucho, pero mucho rato. Tanto que todas sus protecciones, todos sus miedos y recelos se quemaron en ese mismo instante. Y es que Juan había querido mucho a su abuela.

El día que murió, sus padres le dieron la noticia. El los escuchaba pero no entendía lo que le decían. Se quedo frío, sin saber que hacer. Horas después empezó a concentrarse en los estudios, en cumplir con sus obligaciones domésticas, en estar siempre ocupado en hacer algo. Ya de adulto, cuando marchó de casa, empezó a sentir la tristeza que desde entonces le acompañaba. También sentía siempre un peso en la espalda, como si llevara un fardo a cuestas continuamente. Con el tiempo se acostumbró y pensaba que él era así.

Pero en aquél momento, con su abuela delante de él, de nuevo y como siempre había sido, todo el peso y la tristeza que portaba se desvaneció.

– Nona…- que así la llamaba- ¿cómo es que estás aquí? – balbuceó.

– Querido mío, nunca me he ido de tu lado. Siempre he estado acompañándote en todas las cosas que hacías. Cuando creías que estabas sólo, no lo estabas en realidad.

– Pero, tu… Has muerto, no?

– Ja, ja – se rió ella- bueno, mi cuerpo sí, si es lo que quieres decir, pero yo no, como puedes ver – y le abrazó con aquel calor que le daba cuando era pequeño.

Pasó un tiempo indeterminado, y entonces, lentamente se separó de él.

– Juan, mi pequeño. Ahora tengo que irme. He estado esperando todo este tiempo para poder decirte adiós, aunque te aseguro que sólo es un hasta luego. Me están esperando en otro sitio y tengo que continuar mi viaje. Pero quiero que sepas que allá donde vaya y estés tú en donde estés, un hilo fino une nuestros corazones y nada los podrá separar.

Juan lo comprendió por fin. Ella no se podía ir del todo por que él la necesitaba. Él mismo tenía que dejarla ir.

Se abrazaron una vez más y Juan dijo.

– Ahora sí, Nona, ahora estoy preparado.

Y por último le dijo,

– Te quiero

Y ella le respondió,

– Y yo a ti. Siempre.

Súbitamente, con el reflejo de la mirada de su abuela aún en sus ojos, volvió a sentir esa especie de ola que le llevaba.

De nuevo estaba otra vez en el callejón. Con el Hada a su lado.

Él la miró y le dijo:

– Gracias.

No hacía falta decir nada más. Todo estaba ya dicho y hecho. El hada siguió su camino, a favorecer el auxilio de otras personas que la necesitaran y Juan, un poco mareado pero feliz por dentro, continuó su camino con paso resuelto y ligero.

Llego al hotel, en donde se celebraba la fiesta de Sara y nada más llegar la distinguió entre sus compañeros. Estaba muy guapa y se dirigió hacia ella sin ningún temor.

– ¡Hola, Juan! Te estaba esperando. Estás diferente. Bueno, a ver, siempre te había visto con maquillaje, pero no sé, noto que estás diferente – le dijo ella, mientras por dentro pensaba “Dios mío, que guapo es”.

Juan sonrió. Le dio dos besos en las mejillas de la forma más natural y le dio un regalo que había preparado.

Hacía un rato, Juan había recuperado el amor, que había perdido cuando era niño, y con él la alegría de vivir, y otro amor empezó a asomar en su vida.

Aquella noche Juan y Sara se enamoraron y después, con el tiempo, compartieron juntos el resto de sus días.

Pero esa, es otra historia.

Las Palmas de Gran Canaria, 22 de noviembre del 2009

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